Busquemos otra
vez, ese cuento de la señorita de color que fumaba en la esquina de lo que parecía
ser un bar de época. Sí, yo la vi bien, confundida con un vestido amarillo, el
pelo corto, fumando contra el rincón de lo que parecía ser un bar de época. El
piso de madera, con sillas altas y mucha gente. No se veía nada por el humo de
los cigarrillos, no de los que fumaba ella contra el rincón de lo que parecía
ser un bar de época, sino de los que fumaban todos los otros. Había un montón
de personas.
Uno estaba contra
el piano, con el brazo apoyado en la cola del instrumento y medio borracho,
mientras que tres atrás le festejaban aplaudiendo la mímica que hacía cada vez
que escuchaba al pianista entonar alguna canción en lo que parecía ser un viejo
bar de época.
Un grupo de irlandeses que no hicieron más que tomar jarras y jarras de cerveza, se
quejaban de que sólo se tocaba blues en el bar mohoso, todo de madera y con
sillas altas. Cada tanto, cuando el pianista paraba para tomar un trago de lo
que sin dudas era whiskey, los irlandeses aprovechaban la ocasión y entonaban
viejas canciones de la isla ya olvidada por los años de borracheras y los
viajes a ningún lugar.
Unos ingleses hacían
alarde de sus habilidades para tomar sin fondo alcohol y bajaban una botella de
ginebra pura, con un poquitito de limón. Todas eran lenguas de otros países, en
ése bar oscuro, casi sin luz, librado al azar de un camino a cualquier parte de
aquel país nuevo, del continente africano.
Y allá estaba ella, contra el rincón, de lo que parecía ser un viejo bar
de época. Fumando su cigarrillo. La señorita mirando de reojo todo lo que el
humo la dejaba ver.
En el cuello, se
veía un collar plateado que brillaba cada vez que ella movía su cuello para
negarle la atención a los cientos de caballeros que con cualquier tipo de
excusa se le acercaban a conversar. ¡Basta! Ella fumaba, contra el rincón del
bar. Me acuerdo. Estaba ahí…
No sabía el
nombre, tampoco me importaba. Yo quería tomar un poco más de cerveza. Estaba
harto de estar en ése condenado país, tan remoto, tan hostil. Luchando entre el
mundo viejo y el mundo nuevo. Me quería ir. ¿Qué carajo hago yo, un
argentino, en éste país de
morondanga? Me acuerdo pensar mientras terminaba el trago de la cerveza ya
caliente.
Pensé en los
bares o en esas fiestas que describe Fitzgerald y me convencí de que todo era
una misma cosa: Estados Unidos, África, Inglaterra. Todos unos ineptos con algo
de ego y mucho alcohol para desgraciarse todavía un poco más. Me tembló el
pulso de la bronca. Apoyé el vaso y vi que la señorita del vestido amarillo
había salido por la puerta del bar… “¿A dónde carajo sale sola y a esta hora?”
pensé. Tropezándome contra la gente
estúpida que estaba en el bar haciendo tiempo y tomando cerveza, corrí hacia la
puerta. La vi, con los brazos cruzados y de espaldas a la puerta.
Le grité: “Ey…”
Se dio vuelta y noté que estaba llorando.
Tenía ojos verdes (o eso quise creer yo). No sabía en qué idioma hablarle así que me
limité sólo a mirarla fijo y sin correrle la mirada. Debe de haberse sentido
muy inhibida porque no hizo más que venir hacia donde estaba yo parado para abrazarme.
Como la puerta estaba abierta, se escuchaba todavía los ecos del piano y las
voces borrachas del bar.
Me dijo un tímido
“Thank you…” y se puso a bailar al ritmo de la música. Desconcertado la abracé.
No entendía lo que estaba pasando, pero el olor a su perfume me tranquilizó.
Bailamos entre el ruido de los grillos, la música del piano y el grito de los
borrachos confundidos entre las risas. Le dije que me decían Fausto y no me
respondió. Le comenté que me gustaba el blues y se rió.
A los pocos minutos
pasó un auto que frenó a unos pocos metros de la puerta del bar. Era amarillo,
como el vestido de ella, con ruedas grandes y lujosas. El techo negro y los vidrios oscurecidos.
Ella me besó en la mejilla, repitió las únicas dos palabras que me dijo aquella
noche y se fue.
Yo me quedé con ganas
de emborracharme aún más. Volví al bar. Pedí whiskey en vez de cerveza. Escuché un poco la música mientras me apoyaba
contra la cola del piano hasta que entendí que un grupo de personas se reían de
mí por cómo cantaba las canciones junto
al pianista, mientras movía los brazos y el whiskey se caía mojando todo el
piso. Comprendí que estaba borracho y caminé hasta casa por las calles de un
pueblo asqueroso y lleno de tierra.
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