jueves, 20 de febrero de 2014

La señorita del vestido amarillo (cuento corto)



Busquemos otra vez, ese cuento de la señorita de color que fumaba en la esquina de lo que parecía ser un bar de época. Sí, yo la vi bien, confundida con un vestido amarillo, el pelo corto, fumando contra el rincón de lo que parecía ser un bar de época. El piso de madera, con sillas altas y mucha gente. No se veía nada por el humo de los cigarrillos, no de los que fumaba ella contra el rincón de lo que parecía ser un bar de época, sino de los que fumaban todos los otros. Había un montón de personas.

Uno estaba contra el piano, con el brazo apoyado en la cola del instrumento y medio borracho, mientras que tres atrás le festejaban aplaudiendo la mímica que hacía cada vez que escuchaba al pianista entonar alguna canción en lo que parecía ser un viejo bar de época.

Un grupo de irlandeses que no hicieron más que tomar jarras y jarras de cerveza, se quejaban de que sólo se tocaba blues en el bar mohoso, todo de madera y con sillas altas. Cada tanto, cuando el pianista paraba para tomar un trago de lo que sin dudas era whiskey, los irlandeses aprovechaban la ocasión y entonaban viejas canciones de la isla ya olvidada por los años de borracheras y los viajes a ningún lugar.

Unos ingleses hacían alarde de sus habilidades para tomar sin fondo alcohol y bajaban una botella de ginebra pura, con un poquitito de limón. Todas eran lenguas de otros países, en ése bar oscuro, casi sin luz, librado al azar de un camino a cualquier parte de aquel país nuevo, del continente africano.  Y allá estaba ella, contra el rincón, de lo que parecía ser un viejo bar de época. Fumando su cigarrillo. La señorita mirando de reojo todo lo que el humo la dejaba ver.

En el cuello, se veía un collar plateado que brillaba cada vez que ella movía su cuello para negarle la atención a los cientos de caballeros que con cualquier tipo de excusa se le acercaban a conversar. ¡Basta! Ella fumaba, contra el rincón del bar. Me acuerdo. Estaba ahí…

No sabía el nombre, tampoco me importaba. Yo quería tomar un poco más de cerveza. Estaba harto de estar en ése condenado país, tan remoto, tan hostil. Luchando entre el mundo viejo y el mundo nuevo. Me quería ir. ¿Qué carajo hago yo, un argentino, en éste país de morondanga? Me acuerdo pensar mientras terminaba el trago de la cerveza ya caliente.

Pensé en los bares o en esas fiestas que describe Fitzgerald y me convencí de que todo era una misma cosa: Estados Unidos, África, Inglaterra. Todos unos ineptos con algo de ego y mucho alcohol para desgraciarse todavía un poco más. Me tembló el pulso de la bronca. Apoyé el vaso y vi que la señorita del vestido amarillo había salido por la puerta del bar… “¿A dónde carajo sale sola y a esta hora?” pensé.  Tropezándome contra la gente estúpida que estaba en el bar haciendo tiempo y tomando cerveza, corrí hacia la puerta. La vi, con los brazos cruzados y de espaldas a la puerta.

Le grité: “Ey…” Se dio vuelta y noté que estaba llorando.  Tenía ojos verdes (o eso quise creer yo).  No sabía en qué idioma hablarle así que me limité sólo a mirarla fijo y sin correrle la mirada. Debe de haberse sentido muy inhibida porque no hizo más que venir hacia donde estaba yo parado para abrazarme. Como la puerta estaba abierta, se escuchaba todavía los ecos del piano y las voces borrachas del bar.
Me dijo un tímido “Thank you…” y se puso a bailar al ritmo de la música. Desconcertado la abracé. No entendía lo que estaba pasando, pero el olor a su perfume me tranquilizó. Bailamos entre el ruido de los grillos, la música del piano y el grito de los borrachos confundidos entre las risas.  Le dije que me decían Fausto y no me respondió. Le comenté que me gustaba el blues y se rió.  

A los pocos minutos pasó un auto que frenó a unos pocos metros de la puerta del bar. Era amarillo, como el vestido de ella, con ruedas grandes y lujosas.  El techo negro y los vidrios oscurecidos. Ella me besó en la mejilla, repitió las únicas dos palabras que me dijo aquella noche y se fue.


Yo me quedé con ganas de emborracharme aún más. Volví al bar. Pedí whiskey en vez de cerveza.  Escuché un poco la música mientras me apoyaba contra la cola del piano hasta que entendí que un grupo de personas se reían de mí  por cómo cantaba las canciones junto al pianista, mientras movía los brazos y el whiskey se caía mojando todo el piso. Comprendí que estaba borracho y caminé hasta casa por las calles de un pueblo asqueroso  y lleno de tierra. 

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