Me propongo
escribir, o tal vez escribirte, así. Sin mentiras. Sin triunfos, sin palabras
dulces, ni consuelos de sábado por la noche. Te escribo por acá, porque de otra
forma no podría hacerlo. Te escribo,
porque ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que escribí algo. No creo que
esto valga la pena ser leído. Tampoco creo que lo leas. Pero que al menos, quede
como evidencia que te escribí.
Además, sé que
sabes que ya lo sé. Sí, bueno, noticias de ése tipo son difíciles de ocultar
incluso para aquel que no quiere enterarse.
Ya no sé escribir
en español. A veces, pienso en inglés, a veces, en italiano. Suena la música y
un montón de palabras vienen. No me puedo concentrar. ¡Uf, si supieras los
problemas que tengo para concentrarme! ¿Cuándo fue la última vez que estuve
concentrado en algo? Ya no me acuerdo.
Hoy, por suerte,
estoy recibido de “Inútil bueno para nada” y con “Honoris Causa”. Te agradezco
el apoyo porque, en parte, es gracias a vos que llegué a ser tan poco. Pero
ojo, lejos estoy de echar culpas. Ya no es mi estilo. Esto, lo armé yo solito.
¿Qué son las
palabras sino un montón de nada? ¿Poesías? No, no quiero escribir eso. Cartas,
ya ni me acuerdo como arrancaban. Quedan los e-mails, pero de esos me desligué hace tiempo. Me despierto, veo mi casilla de
e-mail a la espera de alguna cosa que me dé algo de sentido o un atisbo de
esperanzas. ¿Quién soy yo? Nadie. ¿Qué se puede esperar de nadie? Nada.
Me puse aquel “soundtrack” que habla tanto vos, ése, el
italiano. El que tiene la mandolina. ¡Si la vieras a Beatriz, pobrecita, ahí
recostada! Me vienen tantas palabras, tanto dolor ahí adentro, tanto orgullo. Me vienen como cosquillas, que bordean la
bronca, la ira, lo imposible, las ganas, las sensaciones, las miles de palabras
que nos dijimos, los momentos olvidados, los que no se pueden olvidar, las
comas y sus respectivos puntos seguidos, los puntos y aparte, las decisiones
bien tomadas, las malas, las actitudes ridículas, los acentos foráneos, la miscelánea
idea de que las cosas pasan, los días de invierno en el verano eterno… todo. Me
viene todo. Y en el estómago, todavía está el nudo que aprieta y no me deja
llorar. ¿Por qué no puedo llorar?
Algunas veces, me
ocurre que estoy hablando de mis guitarras y, acto seguido, un montón de
lágrimas me vienen. Lo mismo cuando menciono a la música. De vos, ya no hablo
más. Tuve un tiempo, hasta hace relativamente poco, donde no hacía otra cosa
más que pensarte y hablarte. Tenía tus fotos, al lado de la Ilíada, me servían
para empezar bien el día. Me daban esperanzas. Hoy trato de no hacerlo, me
digo: “Amadeus, más vale te olvidés, porque ya te olvidaron a vos”. Y escondí
las fotos adentro de un libro que no puedo recordar. Ya no tengo los amigos, los emails, los días
contados, las horas eternas, el calor del verano, el agua de la pileta (o
piscina como dirías vos), no me quedan más “tu”, ni me sobran palabras de
amor. Ya no siento nada por nada, ni por
nadie. Se me fueron los dedos, los dolores, los sueños, el insomnio, las ganas
de estudiar mandolina, la flauta china, los vuelos interminables, los que
terminaban rápido, las horas de rock, las tardes de Blues, el fernet, la buona
cucina, ti manchi un sacco, etc. (Perdón, me interrumpieron, pero no te
preocupes, la música no terminó aún).
Hay que buscar la
definición y lo leo a Plotino que habla tan altanero sobre lo que es el Deber y
lo que es el Camino de la Virtud. La leyenda dice que un día Plotino encontró a
su discípulo y copista, muy deprimido y al borde del suicidio; conmovido,
Plotino, le dictó el Tratado 1.9, en donde aclara que sólo aquel que se dedique
a mejorar en virtud, gozará mínimamente, de la felicidad. Yo no sirvo para nada
y me cuesta creer que alguna vez serví en algo. Soy bi-polar, inconstante,
hostil, impaciente, carezco de método, soy altanero, a veces peco de
megalómano, no hablo muy bien, me cuesta pensar, me doy a los vicios (ya no
tanto como antes) y hoy en día, creo que me convertí en un insensible puro. Ya
no me acuerdo lo que era reír a carcajadas o disfrutar de una borrachera. No me
acuerdo el placer que me producía tocar Blues o lo que me hacía tomar Whisky.
No me acuerdo lo que es el amor en pareja, porque hace más de un año que dejé a
mi pareja allá, en otras tierras… y desde entonces, aquí me ves, yendo de un
lado para el otro. Pero a vos no te importa nada de eso. Ya sabés más de la mitad
de mi historia.
Vos viste muchas
cosas en mí, las buenas y las malas. Nunca me viste a mí. Sentado, desesperado,
con la guitarra pensando qué decir para hacerte feliz, qué hacer para verte
reír, qué cocinarte para enamorarte. No entendías esas cosas… o tal vez sí.
Nunca salíamos de mi cuarto, nunca íbamos a ningún lado. Nunca estuve
tranquilo. Nunca me sentí cómodo. Siempre yo, con mi complejo de tan poca cosa
y la Mandolina, la Mandolina ahí, tirada en mi cuarto. Da pena.
¿Qué importa si
me enteré o no? Creo que querías que me enterara, y te felicito por no haberlo
hecho antes. ¿Responderte? ¿Algo? No, si ya no podía pensar del dolor que me
causaba el estar tan lejos. “No se puede comer del amor” me dijiste una vez. Tenías
razón.
Estoy convencido,
hoy, que en mi vida hice todo mal. Nunca estudié nada. Nunca busqué nada de
nadie. Nunca me sentí completamente satisfecho con nada de lo que me ofrecieron
y/o conseguí. Siempre, buscando, desconfiado, ansioso y a la espera de ésa
casualidad que me llevara a lo inefable: al Nirvana. Al éxtasis mismo que
produce la música. ¡Qué tonto que fui! Si yo no sirvo para nada y menos para
eso.
Tenías razón
cuando me decías que no podía depender enteramente de vos (¿Te das cuenta lo
patético de ésta carta?). Nunca debí de haber bajado esa noche, después de la
Navidad, anunciándote que ya me iba. Nunca. Aunque merecías ser recompensada
por los daños y prejuicios. ¿Tan destructivo puedo ser? Aparentemente sí. Hoy
no siento nada. No me duele el hambre, no siento el frío, no me enojo, no me
emociono, no me río… sólo y en contadas ocasiones, lloro pero nada más cuando
de hablo de la guitarra. No extraño mi vida vieja, no reniego de la nueva, no
me interesa levantarme a las mañana o por las tardes. No me inquieta doblar o seguir derecho. Camino si tengo
tiempo, fumo sin tengo tabaco. A veces juego
al ajedrez solo, mientras escucho algún disco de Blues de la década del 30 o
40. Y pienso lo lejos que nací, lo inservible de mis actos, lo innecesario de
todo esto. Pienso que Dios se confundió conmigo. Consulto, leo, veo y duermo.
Ya es lo mismo un
día, que una semana, dos días a diez horas. A veces, la gente me viene a hablar( porque hoy en día
no hacemos más que hablar de nosotros y hablar de nosotros con otros) yo me
aburro y me quedo callado. Lo hago apropósito, porque ya no me interesa hablar
tanto y menos, hablar por hablar. Espero. Espero a que ellos me hablen y si no
me hablan, entonces, tomo mi guitarra y me pongo a tocar o si no la tengo
conmigo, invento alguna excusa y me voy. O me siento en una plaza y si hace un
poco de fresco, me gusta recostarme en algún banco y dormir. Algunas veces, es
sólo por unos minutos. Pero me gusta esa cosa que siento ni bien me despierto
de la siesta en dónde no sé bien quién soy, dónde estoy, etc.
Pero a vos ya no
te importa nada de estas cosas. Se me da por pensar, porque así somos los
obsesivos compulsivos, que te alegra verme así. Que subís fotos para que yo las
vea o me entere. Me gusta sentir que todavía esperas un e-mail mío, aunque sé
que ya no los esperas para nada. No creo que hayas sido el Amor de Mi Vida,
pero si mi Gran Amor. Yo hubiera dejado el cielo, la luna, las estrellas, las
guitarras, el trabajo pesado, las flores en la primavera, los amigos, la
familia, los días azules y naranjas, las hojas del otoño en Buenos Aires, los
besos dulces de miles de diferentes nacionalidades, las postales, las obras de
teatro, el Blues, las canciones en español, las mandolinas y las canciones
italianas, Roma, todo, todo lo hubiera dejado sí eso hubiera bastado para
hacerte feliz.
Hoy, no te tengo
a vos, ni tengo nada. Cuando me da mucho sueño, o cuando me duermo que para el
caso es lo mismo, porque a veces duermo por dormir, sueño que compro una nueva
guitarra y que le doy por nombre: Eureka.
Es lo único que me da alguna esperanza. Después, veo a las otras, a
Irene, por ejemplo y me siento a tocar. Repito las mismas canciones de siempre,
las que me gustaba cantarte a vos y cuando ya no soporto el dolor (porque tengo
que admitirte que me duelen muchísimo tus canciones), entonces paso al Blues y
muy amargo y con tono enojado, toco por horas y horas la guitarra. Toco hasta
que se me acalambran los dedos o hasta que me duela el antebrazo.
Hoy preferiría no
vivir. Pero las guitarras están ahí,
solas y me dicen: Amadeus, Amadeus, no me dejes. Ya dejé todo en mi vida. Dejé
las comodidades, dejé a mis amigos, dejé a mi familia, dejé mi trabajo y te
dejé a vos. Es importante no dejar las
guitarras colgadas, por más ganas que me den a veces de dejarlo todo y apagar
la luz.
Amadeus,