Two of Us!
Es difícil aventurarse en los caminos
de la vida. El dejar todo, irse a otra ciudad en la otra parte del mundo para
empezar quizás, lo que nunca deberías haber hecho en tu vida. Esa es tu
sensación a la hora de cambiar de hogar. Dejas todo a lo que estabas
acostumbrado y de repente, se te da que tenés que volver a luchar para
conseguir esa porción ínfima de espacio que algunos llaman hogar, otros
comodidad. La cuestión, básicamente, radica allí, en la comodidad. La
verdadera, aquella que tranquiliza el alma cuando estás a cinco minutos de
llegar.
Yo tuve la suerte (o la desgracia) de haber abandonado "mi lugar"
en diferentes ocasiones. Algunas por necesidad, otras por inestabilidad y, las
menos, por rebelde. No obstante, en todas encontré rápidamente un soporte que
hicieron de mi estadía muchísimo más cómoda. Amigos, lindo paisaje, una
guitarra o tranquilidad. Siempre hubo algo a mi lado que me ayudó a conectarme
conmigo y sobrevivir en esos exilios meramente planeados.
Con Dubái fue diferente. Para empezar, la diferencia horaria con mi lugar
natural es tan grande que, cuando los míos duermen, yo respiro y cuando yo
duermo, ellos respiran y van a trabajar. Es difícil mantenerse alejado de los
amigos y familia. Además, aquí convivo en el desierto. Y el desierto, por más
vueltas que le dé, no me deja de ser poco familiar. Cuando intenté, sin
embargo, enraizar por el lado de las amistades, el trabajo que hago no me lo
permitió del todo. Verán, acá, trabajas cuando alguno descansa y descansas
cuando todos trabajan. Por ende, el ritmo de la cotidianeidad se resume al
momento mismo en el que estás y con quiénes estás. No pidas más porque, mañana,
no sabés quién va a viajar y a dónde.
Así pues, en suma, Dubái es una isla desierta en donde la gente te cruza y
te saluda como si fuera la última vez que va a verte en su vida. Porque un poco
tenés esa sensación con la gente. Sin embargo, tengo que admitir que no le fui
fiel a Dubái.
En este último viaje que hice, a Casablanca, las cosas cambiaron
profundamente. Volver era para mí, una necesidad. Quería sentirme en mi cuarto,
saber que estaba en mi lugar seguro, con mi guitarra al lado, dispuesta a
desentonar conmigo. Quería sentir el confort que se siente cuando uno ve a sus
pares y sabe que todo va a salir bien.
Ahora bien, ¿qué es lo que hizo que este cambio de humor se diera tan
rápidamente en mí? Atribuyo muchas causas. Pero hay una que es de vital
importancia y que fue, creo yo, decisiva. Acepté mi destino. Acepté que esto
era lo que tenía que hacer. Acepté que este trabajo, este lugar, esta vida, recorrer
el mundo, era lo que yo había decidido para mi futuro. Acepté que tengo miedo a
mi futuro. Y sobre todo, acepté al amor. Acepté que el amor de lo poco que hay
que se puede amar, entrara en mí. Y así fue, de repente, todo cambió. Te conocí
a vos. Te vi sonreír. Y todo empezó a salir bien.
Volver se hizo algo más querido para mí. Llegar, una necesidad. Componer en
guitarra, escribir. Blogs, poesías, e-mails, más guitarra. Todo fluye
tranquilamente, entre mi consciencia y mis manos. El malhumor que antes me
producía la ciudad no lo tengo más. ¿Y la razón? Bueno, aceptar, creo yo.
Acepté todo lo que me viniera en frente, sin importar lo duro que fuera. ¡Y
llegaste!
Creo que el Amor es eso. Abrirse, aceptarse, aceptar. Abrirse a lo que
viene, puede siempre parecer un poco precipitado y, sin embargo, es la única
forma en la que dejamos que nuestros cuerpos acepten el futuro.
Hoy me entrego todo y disfruto de todo. Veo el día y me hace bien. Vuelo y
me siento feliz. Te veo y siento que exploto de felicidad. Si venir a Dubái
significa conocerte, entonces, me entrego, directamente, para conocer todo lo
que haya que conocer.