viernes, 26 de septiembre de 2014
Nada sirve de nada
Cheers Darlin'
Cheers darlin'
Here's to you and your lover boy
Cheers darlin'
I got years to wait around for you
Cheers darlin'
I've got your wedding bells in my ear
Cheers darlin'
You gave me three cigarettes to smoke my tears away
And I die when you mention his name
And I lied, I should have kissed you
When we were runnin' in the rain
What am I darlin'?
A whisper in your ear?
A piece of your cake?
What am I, darlin?
The boy you can fear?
sábado, 6 de septiembre de 2014
Sobre los libros y otras pavadas
(NOTA PRELIMINAR:
Producto de algunas respuestas que recibí en las pasadas publicaciones fue que
decidí hacer esta aclaración para no despertar resquemores en las retinas de
ningún lector desapercibido. El
contenido aquí publicado no incluye a nadie, así como tampoco, excluye a
ninguno. Es decir, simplemente se utiliza como acción terapéutica y nada más.
Es por ello que, si alguno sintió algún tipo de transmutación literaria, sólo
me resta decir que todo mi contenido se ampara y se resiste por el principio
aquí sostenido de que todo es Ficción; respaldado por literatos modernos y pseudos literatos, como en mi caso).
Hace semanas que
pienso en esta publicación. Libro sobre libro, apoyados sobre el borde de mi
cama. Allí, la pila esotérica, literaria y filológica de miles de contenidos
que se devoran, día a día, hora tras hora, segundo a segundo. De fondo, el disco de Django Reinhard y su “re-interpretación
del Gypsy Jazz”.
Literatura para
desayunar que a veces, nos confunde, nos hace pensar. Letras que nos toleran y
prejuzgan, como lectores y leídos. Toda esa ficción, al borde de una cama de
una plaza; antes, sillón y “apoya bolsos de madres con hijos”, hoy: mi humilde
cuarto. En él, como en casi todos mis otros cuartos, los que estuvieron en
otras latitudes, con otros climas y a la vista de otras ventanas, lleno de
libros y poco espacio para lo demás.
¿Qué será esto de leer?
En la compañía
que trae estar con uno mismo, uno tiende a preguntarse: ¿cuál es el valor de
todo esto? O bien, ¿adónde quiero llegar? También está la culpa occidental
romana, ¿de qué me sirve? Siempre las preguntas de tinte filosófica que acosan
a uno y sus libros.
Hay un cuento de Cortázar
en el que el fin del mundo, se consuma por culpa de las editoriales y los
libros. En el cuento, Cortázar, hace referencia de que cientos de editoriales
publicaron sin control. A tal punto que los libros, se apilan formando paredes
interminables que, como en la vieja Babel, llegan hasta el borde del cielo.
Cuando el espacio continental se ocupa por completo con libros, muchos se tiran
al océano, inundando ciudades, etc. Un
apocalipsis sobrecargado de información, pienso yo.
Es que libros y
lectores, pueden funcionar de varias maneras. Están los que leen todo cuanto existe-existió (pongo el caso de Borges), los
críticos, los que “no leen literatura”,
los ensayistas, los lectores que escriben (esos somos los peores), los que leen
en las vacaciones de verano, los lectores de viaje de tren y los mejores: ¡los
que no leen nada! El libro, como sustantivo, tiene un sinfín de usos. Variados
y alternos, pueden conquistar el corazón del más intrépido y despistado de
todos los No-Iniciados. Pero existe el otro valor del libro, ése del que hacemos
alarde –nosotros- que-gustamos-de-leer, según escribiría Cortázar. Está el
libro en su valor simbólico y allí cambia la cosa.
En esos libros,
Toulouse-Lautrec es un pobre pintor nacido en Toulouse que se muda a Montmartre para retratar prostitutas y cabarets teñidos de
rojo. Borges encuentra el Aleph, en la casa de un tal Carlos Argentino Daneri,
una persona detestable según él. Gurdjieff nos cuenta, en los símbolos que son
libros, que todo sucede y que hay que
encontrar el estado de alerta, vivir en estado de alerta permanente. Don
Quijote, cree ver gigantes en los molinos de viento y Pirandello tiene un
problema con un director de teatro, a quien se la aparecen seis personajes en busca de un autor.
¿Qué decir? La
importancia de llamarse Amadeus, pienso yo. Las palabras son contenidos huecos,
toscos, hasta que viene alguien y encuentra la Piedra Rosetta de la literatura.
Allí, la palabras, se transforman.
Existen muchos
apocalipsis impulsados por todos los medios, sobre el fin de la literatura y la
muerte de las letras. Yo no le creo a ninguno, así como mi confianza en la
humanidad se ve completamente desnutrida, creo también, que es absurdo vaticinar tal nocivo
fin.
Los lectores seguirán
existiendo porque el libro, como el símbolo, tiene por definición el don de
resucitar. Pueden aglomerarse los
tiempos, y los brutos ser más brutos que antes, los menos ser menos… pero la
literatura, como aquel mitológico animal que revive desde las cenizas mismas de
su extinción, vuelve siempre a nosotros pegándonos cachetadas en la mejilla. ¡No
teman, amigos lectores! La compañía fiel
cuasi canina que tienen nuestros libros, seguirá allí por más que vengan
divorcios, amores, enojos temporales, cambios bipolares, tormentas de arena,
lluvias torrenciales, diferentes latitudes,
culturas mixtas, globalización y gente con celulares de pantallas gigantes.
La importancia de
llamarse Ernesto, digo… Amadeus,
PD: ¡Me gusta
mucho cómo escribís Anto Bettati!
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